Stefania Fernandez, Miss Universo 2009 Publica sus Reflexiones Como Inmigrante

La Miss Universo 2009 y Miss Venezuela 2008, Stefanía Fernández, publicó este viernes en el diario español El Mundo, una carta en la que reflexiona sobre su visión del país y cómo es su vida de inmigrante desde agosto pasado, en los Estados Unidos.

La modelo merideña, de 24 años, compartió su parecer sobre los niveles de escasez en Venezuela y de qué manera cientos de jóvenes como ella, deciden “comenzar de cero” como inmigrantes en otras latitudes. A continuación reproducimos la carta de Fernández.

“Lágrimas por Venezuela”

Por: Stefanía Fernández

Hace casi un año recibí el Premio Internacional Yo Dona a la labor Humanitaria, galardón que llevo con mucho orgullo, pues la lucha por mi querida y maltratada Venezuela aún continúa. El tiempo pasa y la situación empeora. Después de las protestas que comenzaron el año pasado por estas mismas fechas, organizadas por la oposición y los estudiantes, el país ha sido víctima de un proceso que podríamos llamar degenerativo; la falta de productos básicos y la inseguridad han azotado cada día más a los ciudadanos. El presente está lleno de oscuridad, y el futuro no es más halagüeño. Miles de jóvenes abandonan el país en busca de oportunidades, con la esperanza de regresar algún día para reunirse con la gente a la que aman.

Las colas siguen siendo interminables. No hay comida, pero tampoco medicamentos -imposible conseguir analgésicos o anticonceptivos. Los enfermos de cáncer no pueden recibir quimioterapia-, el sistema de salud no existe.

Recientemente el Gobierno de Maduro ha anunciado la instalación de escáneres en los supermercados para controlar que la gente no acapare comida... Lo que yo creo es que un sistema funciona cuando una persona puede llevarse la crema dentífrica que desee de un supermercado sin que este quede desabastecido. Culpar a los ciudadanos de la escasez y supervisar lo que compran en las tiendas no va a ser de mucha ayuda, porque el desabastecimiento seguirá existiendo. La angustia, la inseguridad, la precariedad están aplastadas por un silencio aterrador y en todas partes se respira tensión, está en el aire. Incertidumbre es la palabra que mejor define el ambiente.

Relatan mis amigos y familiares que la desesperación toca ya a la puerta de sus hogares, pues, para muchos, el plan A y el plan B son una misma cosa: seguir viviendo en Venezuela. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo vivir en un país donde no hay productos básicos para comer, el sueldo no llega, la inflación galopa...? [se espera que este año supere el 100%]. Y cada día, como en una pesadilla, se hace más difícil salir (y también entrar) en el país, porque los billetes de avión están por las nubes y la gente, sencillamente, no puede pagarlos. En sentido contrario, apenas hay aviones que vuelen hasta allí [desde Miami, por ejemplo, es difícil encontrar billete por menos de mil euros]. Las aerolíneas internacionales, víctimas de impagos, están restringiendo su presencia [de hecho, recientemente la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA) informaba de que el Estado le adeuda 3.400 millones de euros].

Y todo ello, por no hablar de la inseguridad de cada día. Se mata por robar un teléfono móvil y se asalta a quienes han soportado horas en las colas para adquirir bienes tan básicos como leche, harina, aceite o papel higiénico, que escasean. Frente a esto... nada. En Venezuela hoy reinan la impunidad y la inacción de la ciudadanía, que casi siempre considera que es mejor callar e irse a casa. Por miedo. Porque, sencillamente, no existe justicia. Ni, por supuesto, libertad de expresión. Decir lo que se piensa no es precisamente algo inocuo en mi país.

Una serie de experiencias me llevaron a lo que nunca hubiese deseado: irme. En el año 2005 secuestraron a mi padre quien, por suerte, logró vivir para contar su historia. Muchos otros jamás han regresado. A partir de 2011 se multiplicaron los robos en la calle, en el metro... Mientras estabas dentro del coche, en un semáforo, podías sentir un golpe en la ventanilla y, al volver la mirada, ver que te estaban encañonando con un arma. En 2014 la situación se había deteriorado tanto que mis eventos sociales consistían básicamente en asistir al entierro de conocidos. A partir de las siete de la tarde no se podía salir de casa.

Ese mismo año ocurrió algo que me causó un gran impacto y me dio el impulso que necesitaba para marcharme. Ya había dejado la Universidad tiempo atrás y estudiaba a distancia. Un día, al salir de casa, me crucé con tres personas extrañas que entraban en el edificio. Poco después, mientras iba en el coche, me llamó un amigo policía para preguntarme si todo estaba bien en mi casa. Unos hombres -sin duda aquellos con quienes yo me había cruzado- habían secuestrado y robado a uno de mis vecinos. Por segundos no me había pasado a mí. Estaba claro: el peligro se encontraba ya a las puertas de mi casa. Cuando tu vida vale menos que un reloj o unos zapatos, o lo que sea..., hay que reaccionar.

En agosto partí hacia Estados Unidos, donde vivo desde entonces. Antes había barajado venir a España, pero tenía posibilidades de trabajo en Miami, una ciudad que, además, me permite estar mucho más cerca de mi familia. Al llegar encontré a algunos amigos que ya se habían trasladado allí años antes. Me ayudó mucho. Siempre es bueno encontrar un rostro conocido cuando aterrizas en un lugar extraño.

Para cualquiera es difícil abandonar su país sin desearlo. Hay que empezar de cero. Aquellos a quienes nos ha tocado sufrir esta situación sabemos bien lo complicado que es, el estrés que produce un nuevo comienzo y la preocupación por lo que se deja irremisiblemente atrás. Vivimos de cerca la realidad de nuestro país de origen. En mi caso, todos los días hablo con mis padres o con amigos de allí. Una multitud de venezolanos estamos actualmente en esa situación [alrededor de 10.000 consiguen cada año la tarjeta de residencia permanente en Estados Unidos. Y casi 22.000 estudiantes procedentes de Venezuela desembarcaron en el país norteamericano en 2013, por poner un ejemplo]. En Miami somos cada vez más. Muchas veces me reconocen por la calle, nos hablamos. De alguna forma, eso hace que te sientas un poco más en casa.

La separación es dura. Atrás quedan habitaciones vacías, ojos llenos de lágrimas. El que se va lleva consigo una maleta llena de nostalgia, pero también de esperanza. El aeropuerto se ha convertido en un lugar de llantos por las despedidas pero deseamos con todo nuestro corazón que se convierta pronto, otra vez, en un lugar de felicidad y bienvenidas.

Por supuesto que me hubiera gustado traer conmigo a mi familia. Pero, como ya dije, cuesta mucho empezar de cero. Ellos son hijos de inmigrantes, ya saben lo que es partir hacia una nueva vida, lo hizo mi abuelo paterno cuando tuvo que huir de España durante el régimen franquista. Por más que yo insista, ellos no quieren irse, sostienen que han hecho allí su vida y que es donde tienen que estar. Son muchas las familias que, como la mía, se están separando, y eso es demasiado dolor.

Espero volver pronto a Venezuela a visitar a mi familia, tal vez dentro de un par de meses. Y, como ya he hecho antes, llevaré conmigo una maleta con todas esas cosas a las que aquí no damos ninguna importancia y que allí se necesitan más que nada: pañales, dentífrico y, por supuesto, medicamentos. Probablemente, eso me someta a todo un interrogatorio en la aduana, como ya me ha ocurrido. Pero debo hacerlo.

Gracias a Dios y a la Virgen he tenido la oportunidad de ejercer como embajadora de Venezuela tras haber sido Miss Universo. Aunque mientras eres miss es casi imposible hablar de temas políticos, ahora sí puedo, como ciudadana representante del país que me lo ha dado todo en la vida, el que me duele y le duele a tantos.

Para mi gente de Venezuela, hay que clamar por la paz, la reconciliación, la unión, el amor, el respeto a la vida. Sé que hay muchos venezolanos honestos, trabajadores, que quieren una vida mejor, ser felices. No dejemos que nos arrebaten las cosas simples de la vida, nuestro sueño, nuestro país. Yo, de lejos o de cerca, pero siempre conectada, haré todo lo que pueda por alzar mi voz las veces que sea necesario. (Panorama).

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